1º Bachillerato D
TEXTO VIII . Del
ridículo razonamiento que pasó entre don Quijote, Sancho Panza y el bachiller
Sansón Carrasco
Pensativo quedó don Quijote, esperando al bachiller
Carrasco, de quien esperaba oír las nuevas de sí mismo puestas en libro, como
había dicho Sancho, y no se podía persuadir a que tal historia hubiese, pues
aún no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de los enemigos que
había muerto, y ya querían que anduviesen en estampa sus altas caballerías
Con esto se consoló algún tanto, pero desconsolóse al pensar
que no hubiese tratado sus amores con
alguna indecencia en menoscabo y perjuicio de la honestidad de su señora
Dulcinea del Toboso; deseaba que hubiese declarado su fidelidad y el decoro que
siempre la había guardado, menospreciando reinas, emperatrices y doncellas de
todas calidades, teniendo a raya los ímpetus de los naturales movimientos; y
así, envuelto y revuelto en estas y otras muchas imaginaciones, le hallaron
Sancho y Carrasco, a quien don Quijote recibió con mucha cortesía.
Era el bachiller, aunque se llamaba Sansón, no muy grande de
cuerpo, aunque muy gran socarrón; de color macilenta, pero de muy buen
entendimiento; tendría hasta veinte y cuatro años, carirredondo, de nariz chata
y de boca grande, señales todas de ser de condición maliciosa y amigo de
donaires y de burlas, como lo mostró en viendo a don Quijote, poniéndose de
rodillas delante de él y diciéndole:
—Déme vuestra grandeza las manos, señor don Quijote de la Mancha , que es vuestra
merced uno de los más famosos caballeros andantes que ha habido, ni aun habrá,
en toda la redondez de la tierra. Bien haya Cide Hamete Benengeli, que la
historia de vuestras grandezas dejó escritas, y rebién haya el curioso que tuvo
cuidado de hacerlas traducir de arábigo en nuestro vulgar castellano, para
universal entretenimiento de las gentes.
Hízole levantar don Quijote y dijo:
—Desa manera, ¿verdad es que hay historia mía y que fue moro
y sabio el que la compuso?
—Es tan verdad, señor —dijo Sansón—, que tengo para mí que
el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia: si no,
dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso, y aun hay fama que
se está imprimiendo en Amberes; y a mí se me trasluce que no ha de haber nación
ni lengua donde no se traduzca.
—Una de las cosas que
más debe de dar contento a un hombre virtuoso y eminente es verse, viviendo,
andar con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa. Pero
dígame vuestra merced, señor bachiller: ¿qué hazañas mías son las que más se
ponderan en esa historia?
—En eso hay diferentes opiniones, con todo —respondió el
bachiller—, dicen algunos que han leído la historia que se holgaran se les
hubiera olvidado a los autores de ella algunos de los infinitos palos que en
diferentes encuentros dieron al señor don Quijote.
—Ahí entra la verdad de la historia —dijo Sancho.
—También pudieran callarlos por equidad —dijo don Quijote—,
pues las acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la historia no hay para
qué escribirlas, si han de redundar en menosprecio del señor de la historia. A
fe que no fue tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises
como le describe Homero.
TEXTO IX. Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo
para encantar a la señora Dulcinea.
(...) Así como don Quijote se emboscó en la floresta,
encinar o selva junto al gran Toboso, mandó a Sancho volver a la ciudad y que
no volviese a su presencia sin haber primero hablado de su parte a su señora,
pidiéndola fuese servida de dejarse ver de su cautivo caballero y se dignase de
echarle su bendición, para que pudiese esperar por ella felicísimos sucesos de
todos sus acometimientos y dificultosas empresas. Encargóse Sancho de hacerlo
así como se le mandaba y de traerle tan buena respuesta como le trujo la vez
primera.
(...) Volvió Sancho las espaldas y vareó su rucio, y don
Quijote se quedó a caballo descansando, lleno de tristes y confusas
imaginaciones, donde le dejaremos, yéndonos con Sancho Panza, que no menos
confuso y pensativo se apartó de su señor que él quedaba; y apenas hubo salido
del bosque, cuando, volviendo la cabeza, y viendo que don Quijote no aparecía,
se apeó del jumento y, sentándose al pie de un árbol, comenzó a hablar consigo
mesmo y a decirse: —Sepamos agora, Sancho
hermano, adónde va vuesa merced. ¿Va a buscar algún jumento que se le haya perdido?
—No, por cierto. —Pues ¿qué va a buscar? —Voy a buscar, como quien no dice
nada, a una princesa, y en ella al sol de la hermosura y a todo el cielo junto.
—¿Y adónde pensáis hallar eso que decís, Sancho? —¿Adónde? En la gran ciudad
del Toboso. —Y bien, ¿y de parte de quién la vais a buscar? —De parte del
famoso caballero don Quijote de la
Mancha , que desface los tuertos y da de comer al que ha sed y
de beber al que ha hambre. —Todo eso está muy bien. ¿Y sabéis su casa, Sancho?
—Mi amo dice que han de ser unos reales palacios o unos soberbios alcázares.
—¿Y habéisla visto algún día por ventura? —Ni yo ni mi amo la habemos visto
jamás. —¿Y paréceos que fuera acertado y bien hecho que si los del Toboso
supiesen que estáis vos aquí con intención de ir a sonsacarles sus princesas y
a sus damas, viniesen y os moliesen las costillas a puros palos y no os dejasen
hueso sano? —En verdad que tendrían mucha razón….
Este soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó dél fue
que volvió a decirse:
—Ahora bien, todas las
cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de cuyo yugo hemos de pasar
todos, mal que nos pese, al acabar de la vida. Este mi amo por mil señales he
visto que es un loco de atar, y aun también yo no le quedo en zaga, pues soy
más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que
dice: «Dime con quién andas, decirte he quién eres», y el otro de «No con quien
naces, sino con quien paces». Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que
las más veces toma unas cosas por otras y juzga lo blanco por negro y lo negro
por blanco, como se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran
gigantes, y las mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros
ejércitos de enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil
hacerle creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la
señora Dulcinea; y cuando él no lo crea, juraré yo, y si él jurare, tornaré yo
a jurar, y si porfiare, porfiaré yo más, y de manera que tengo de tener la mía
siempre sobre el hito, venga lo que viniere. Quizá con esta porfía acabaré con
él que no me envíe otra vez a semejantes mensajerías, viendo cuán mal recado le
traigo dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador de
estos que él dice que le quieren mal la habrá mudado la figura, por hacerle mal
y daño.
1º Bachillerato E
TEXTO XI. De los consejos segundos que dio don
Quijote a Sancho Panza.
Atentísimamente
le escuchaba Sancho y procuraba conservar en la memoria sus consejos, como
quien pensaba guardarlos y salir por ellos a buen parto de la preñez de su
gobierno. Prosiguió, pues, don Quijote y dijo:
—En lo que toca a cómo has de gobernar tu persona y casa,
Sancho, lo primero que te encargo es que seas limpio y que te cortes las uñas,
sin dejarlas crecer, como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a
entender que las uñas largas les hermosean las manos, como si aquel excremento
y añadidura que se dejan de cortar fuese uña, siendo antes garras de cernícalo
lagartijero, puerco y extraordinario abuso.
»No andes, Sancho, desceñido y flojo, que el vestido
descompuesto da indicios de ánimo
desmazalado.
»No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor
tu villanería.
»Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que
parezca que te escuchas a ti
mismo, que toda afectación es mala.
»Come poco y cena más poco, que la salud de todo el
cuerpo se fragua en la oficina del estómago.
»Sé
templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni
cumple palabra.
»Ten
cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos ni de erutar delante de nadie.
—Eso de erutar no entiendo —dijo Sancho.
Y don
Quijote le dijo:
—Erutar, Sancho, quiere decir ‘regoldar’, y este
es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy
significativo; y, así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar,
y a los regüeldos, erutaciones,
y cuando algunos no entienden estos términos, importa poco, que el uso los irá
introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es
enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso.
—En
verdad, señor —dijo Sancho—, que uno de los consejos y avisos que pienso llevar
en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo hacer muy a menudo.
—Erutar,
Sancho, que no regoldar —dijo don Quijote.
—Erutar diré
de aquí adelante —respondió Sancho—, y a fe que no se me olvide.
—También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la
muchedumbre de refranes que sueles, que, puesto que los refranes son sentencias
breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates
que sentencias.
—Eso Dios
lo puede remediar —respondió Sancho—, porque sé más refranes que un libro, y se
me vienen tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por salir unos con
otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan
a pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante de decir los que convengan a la
gravedad de mi cargo, que en casa llena, presto se guisa la cena, y quien
destaja, no baraja, y a buen salvo está el que repica, y el dar y el tener,
seso ha menester.
TEXTO XII.- El
Caballero de la Blanca
Luna.
Y una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa
armado de todas sus armas, vio venir
hacia él un caballero, armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo
traía pintada una luna resplandeciente; el cual, llegándose a trecho que podía
ser oído, en altas voces, encaminando sus razones a don Quijote, dijo:
—Insigne caballero y jamás como se debe alabado don Quijote
de la Mancha ,
yo soy el Caballero de la
Blanca Luna , cuyas inauditas hazañas quizá te le habrán
traído a la memoria. Vengo a contender contigo y a probar la fuerza de tus
brazos, en razón de hacerte conocer y confesar que mi dama, sea quien fuere, es
sin comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso: la cual verdad si tú la
confiesas de llano en llano, excusarás tu muerte y el trabajo que yo he de
tomar en dártela; y si tú peleares y yo te venciere, no quiero otra satisfacción
sino que, dejando las armas y absteniéndote de buscar aventuras, te recojas y
retires a tu lugar por tiempo de un año, donde has de vivir sin echar mano a la
espada, en paz tranquila y en provechoso sosiego, porque así conviene al
aumento de tu hacienda y a la salvación de tu alma; y si tú me vencieres,
quedará a tu discreción mi cabeza y serán tuyos los despojos de mis armas y
caballo, y pasará a la tuya la fama de mis hazañas.
Don Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia
del Caballero de la Blanca
Luna como de la causa por que le desafiaba, y con reposo y
ademán severo le respondió:
—Caballero de la Blanca Luna, yo osaré jurar que jamás
habéis visto a la ilustre Dulcinea, que, si visto la hubierais, yo sé que
procuraseis no poneros en esta demanda, porque su vista os desengañara de que
no ha habido ni puede haber belleza que con la suya comparar se pueda; y, así,
no diciéndoos que mentís, sino que no acertáis en lo propuesto, con las
condiciones que habéis referido acepto vuestro desafío. Tomad, pues, la parte
del campo que quisierais, que yo haré lo mismo, y a quien Dios se la diere, San
Pedro se la bendiga.
Agradeció el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones la licencia que se le daba, y don Quijote
hizo lo mismo; el cual, encomendándose al cielo de todo corazón y a su
Dulcinea, tornó a tomar otro poco más del campo, porque vio que su contrario
hacía lo mismo; y sin tocar trompeta ni otro instrumento bélico que les diese
señal de arremeter, volvieron entrambos a un mismo punto las riendas a sus
caballos, y como era más ligero el de la Blanca Luna , llegó a don Quijote a dos tercios
andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, que dio con
Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre
él y, poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo:
—Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las
condiciones de nuestro desafío.
Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como
si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
-Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo
el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude
esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has
quitado la honra.